Por Josemaría Moreno
Con ocasión del día de la madre, queríamos tratar este tema desde la polémica, no para menospreciar tan bella efeméride, sino para prevenir de los excesos a los que las madres pueden someter a sus hijos y los posibles errores con los que los hijos avergüenzan a sus madres. Para tal efecto, nos apoyaremos en el tercer largometraje de Ari Aster “Beau tiene miedo”, estrenado hace un par de semanas en cines, en el que nos muestra una vez más una visión desoladora de la familia, aunque en esta ocasión se centra especialmente en la relación entre hijo y madre. Advertencia: las siguientes líneas contienen varios spoilers.
Beau (Joaquin Phoenix) es el hijo de Mona Wasserman (Patti Lupone), una gigante de los negocios que, nos daremos cuenta, logró construir su imperio comercial a costa del desarrollo truncado de Beau, un personaje atribulado y plagado de ansiedad (una de las claves en el desciframiento de la película, el poder llegar a comprenderla como una comedia y no una mera tragedia, radica en ver la película como si todo lo que pasara estuviera siendo visto por Beau). Y Beau tiene miedo, su madre ha fallecido –un candelabro le cayó encima y le arrancó o hizo explotar su cabeza– y tiene que ir a su funeral, pero Beau fue acuchillado por Birthday Boy Stab Man y se recupera en casa de un doctor que probablemente estaba en la nómina de su madre para ponerlo a prueba. Ya pasaron dos días desde el fallecimiento de su madre y Beau no tiene fuerza ni entereza para ponerse en camino al funeral.
Cuando finalmente logra llegar a casa de su madre, el funeral ya terminó. Pero ella no había muerto, había escenificado su muerte solo para comprobar cuál sería la reacción de su hijo, y el arduo camino al funeral, que va de la infancia de Beau al momento actual –representado por la escena del teatro en el bosque, en el que todas las opciones de vida truncadas de Beau se ven pasar en absurdo– es un largo proceso de “incriminación”: su madre había “cuidado” de él toda su vida, se había asegurado de que tuviera suficiente miedo del mundo.
En una última escena de dimensiones perturbadoras y fascinantes, Beau se encuentra en un juicio en el que su defensa es una voz lejana e impotente, y en el que se muestran momentos claves de su vida en los que decepcionó o traicionó a su madre. El anfiteatro acuático, una especie de representación del inconsciente culpable, es la tumba de Beau: su madre y cientos de testigos contemplan pasiblemente el ahogamiento de Beau.
¿Será parte de la premisa de la película que no existe una relación saludable posible entre madres e hijos? Un psicoanalista freudiano se la pasaría bomba viendo esta película. Lo que podemos decir nosotros es que una madre sobreprotectora puede ser la raíz de la mayor parte de los problemas psicológicos de su hijo, y el hijo, indefenso en un principio, discapacitado al final, es un reflejo cóncavo de la audacia con la que la madre modela la pesadilla en la que encierra a su hijo. En la versión edípica que se nos presenta aquí, el complejo de Edipo es de hecho una odisea al infierno: un viaje de vuelta a la madre en el que los peligros del mundo son amplificados por la ansiedad y la inseguridad. El mundo es terrible, implacable y kafkiano, pero la vida es un horror del que, a pesar de todo, nos podemos reír de la mano de Ari Aster.