Quinceañera

Por Adriana Méndez 

“¡Solicitamos la presencia en la pista de los papás de la quinceañera para entregarle su última muñeca!”

“¡Que pase por favor su hermana Karla a ponerle las zapatillas y la corona!”

A través de distintas posturas y pasos de baile, los chambelanes se convertían lo mismo en trono para la coronación de la nueva reina como en pasillo humano para que la quinceañera luciera en todo su esplendor sus nuevas zapatillas plateadas de tacón y plataforma.

Sentía que los ojos, y yo creo que la boca también, se me abrían cada vez más, mientras presenciaba la solemnidad y belleza alrededor de los múltiples rituales de la celebración. No quería perderme ni un detalle. Padrinos, amigas y familiares de la festejada desfilaron por el centro del recinto para acompañar y atestiguar el ritual de paso que esa noche derrochó alegría, color y cariño. 

Eduardo y Remedios cuidaron cada detalle: desde la invitación que me trajeron personalmente a mi casa hasta la botella de mezcal que me regalaron cuando me despedí, con la foto de Maricruz vestida de quinceañera en la etiqueta. 

El festejo inició con una misa en la iglesia del Valle del Maíz, una colonia pegada al centro, muy cerca de donde vivo. Desde la puerta de la iglesia, donde permanecí parada toda la misa por llegar unos minutos retrasada, pude apreciar los detalles de esta pequeña y bella iglesia. Su altar es custodiado por los rayos de luz que entran a través de un vitral y por el brillo de los candiles antiguos de cristal que cuelgan del techo. Varios nichos arqueados forrados de cantera rosa estilo árabe enmarcan al retablo: uno de medio punto y tres arcos conopiales para Jesús, María y José.

Los arreglos florales, que colocaron a lo largo del pasillo en tonalidades lila, haciendo juego con el vestido de la festejada, llevaron mi mirada al piso de mosaico de pasta artesanal que, por los recuerdos que me evoca, distrajo mi atención unos minutos. Desfilaron por mi mente episodios en la casa colonial de mi abuela en Lagos de Moreno, donde pasé muchos veranos de mi infancia. 

Una banda esperaba en el amplio atrio de la iglesia para acompañar con sus trompetas a la quinceañera y a sus invitados hasta el salón Los Pinos, ubicado a unas cuantas cuadras. El tamaño y el diseño del lugar me sorprendieron. Una pista central de unos doscientos metros cuadrados circundada, al estilo casa colonial, por un pasillo de dos pisos donde podrían caber, a juzgar por mis cálculos, mesas para dos mil personas. 

Los cuatrocientos invitados fueron llegando poco a poco. 

“Llévala por favor a la mesa donde está sentada mi comadre Isabel, Maricruz”, dijo la mamá de la quinceañera. 

Departí toda la tarde y parte de la noche con la comadre, su mamá y su hija. Tres generaciones de mujeres amables y platicadoras. Isabel me contó, con una sonrisa en la boca y en un tono picarón, que cuando era joven asistía con los anfitriones y otros amigos a este mismo salón a los bailes de fin de semana. Los meseros trajeron la comida que preparó un banquetero de Comonfort, ciudad vecina de San Miguel. Guadalupe, la abuela, no perdió detalle, estuvo atenta a todo lo que sucedía a su alrededor: las fotos que se tomaban los invitados en un arco adornado con globos que estaba muy cerca de nuestra mesa; los pasos de salsa que orgullosamente exhibían algunas parejas; y los videoclips musicales que pasaban en la pantalla en una de las cabeceras de la pista. 

Mientras apreciaba el pastel de varios pisos, los largos lienzos de tela en tonalidades lilas que colgaban del techo y las torres de globos que delimitaban la pista, observé de reojo a mis compañeras de mesa. ¡Cómo me hubiera gustado ver a través de los ojos de Guadalupe e Isabel! Con esas pupilas que saben quién es quién y quién con quién. Imaginé las conexiones que sus cerebros hacían entre su atenta mirada y su memoria que, según yo, dibujaba árboles genealógicos y recordaba escenas del pasado lejano y del no tan lejano.

Todos esperábamos con ansias que se escondiera el sol para que iniciara el vals, (herencia de Maximiliano y Carlota, lo mismo que los vestidos vaporosos estilo princesa) que tanto anunciaban los trajes negros y tenis blancos de los chambelanes. En cuanto oscureció, el coreógrafo nervioso dio instrucciones a los músicos y el vestido largo de la quinceañera se transformó en una especie de tutú de ballet. La danza inició con los pasos agraciados de Maricruz y de su séquito de bailarines que nos deleitaron con pasos bien ensayados durante tres o cuatro canciones modernas en inglés, para mi sorpresa.

Sentí la presencia de Félix, el hijo mayor de la familia, que, desde los dieciséis años se fue a trabajar a Estados Unidos y que seguramente envió dinero para cooperar con los gastos. ¡Me enoja tanto pensar en la separación prematura y obligada de tantas familias mexicanas así como en los pesares por los que atraviesan los millones de migrantes forzados por razones económicas! Me conmovió la manera en que Remedios y Eduardo se teletransportaron a lo largo de las mesas del salón durante toda la fiesta para atender y disfrutar a sus invitados.

Echaron la casa por la ventana y ensancharon su corazón por la satisfacción que produce organizar un evento en el que tu gente la pasa tan bien, que no solo baila y canta, sino que se conmueve y agradece haber sido parte. Salí sintiéndome más viva.

Nuevamente agradecida por haber participado en una celebración más en San Miguel de Allende: pueblo maravilloso al que le corre por las venas un ánimo festivo envidiable que no se cansa de solicitar la presencia de fuegos artificiales, danzantes y músicos en sus calles, iglesias y colonias.