Por Fernando Helguera
Me vi obligado, hace dos días, a ir a una sucursal bancaria para aclarar algunos datos personales que comprueban que yo soy yo. He de confesar que sus métodos para llegar a la verdad son tan meticulosos, que me hicieron dudar de mí. Pude escuchar que en el escritorio aledaño estaba otra persona a quien le pedían comprobar lo mismo: ser quien dice ser, no ser yo, claro.
Después de un rato de estar pendiente del caso vecino, noté sin sorpresa que su proceso, a pesar de que debería haber sido igual al mío, le era mucho más difícil. Me asomé disimuladamente, balanceando mi silla hacia atrás para ver detrás de la mampara que nos dividía. Un hombre aproximadamente de mi edad, de mi tamaño, que vestía una camisa similar a la mía, también con pantalones de mezclilla, que usaba botas de obra como yo, y moreno a la manera de un servidor.
Las diferencias aparentes eran pocas, pero había una que hacía que las cosas fueran más difíciles para él; me atrevo a pensar que la mayoría de los mexicanos explicarían que todo era un asunto de clase. Las palabras utilizadas, la actitud asumida en cada caso, y la forma de abordar los cuestionamientos, evidenciaban que pertenecíamos a diferentes clases sociales. Sin entrar en detalles, aclaro que el señor tenía mayores pruebas para demostrar su identidad que yo.
De seguro ustedes, queridos lectores, habrán vivido situaciones similares en las que gozaron o sufrieron el pertenecer a la clase que pertenecen. Nacer en cierta clase viene de la mano con sus privilegios particulares, y gracias a ellos creemos que somos superiores o inferiores que otras personas. Mafalda describe una sociedad que podría ser la del México de hoy, donde la clase trabajadora no tiene trabajo, la clase media no tiene medios, y la clase alta no tiene clase; no obstante, la clase define los resultados que obtendremos al aplicar nuestro esfuerzo, o al no hacerlo.
Veamos las siguientes situaciones que demuestran un serio conflicto de valores:
Una persona de la gran ciudad desprecia a un campesino, pero si cerraran todos los comercios de alimentos su vida se vería seriamente en peligro; el campesino seguiría siendo autosuficiente. Sobra decir que uno tiene una muy amplia cultura del entorno natural y el otro no.
Una familia “de buena clase” paga a su servicio doméstico, al mes, lo mismo que gasta en un fin de semana de diversión, o menos incluso, sin darles seguridad social, considerándolos “indios”, “nacos”, “rancheros” y tratándolos con lástima y/o condescendencia en el mejor de los casos. Por otro lado, si no cuenta con ellos su vida se vuelve un caos insufrible. ¿No se han dado cuenta de que todos tenemos a nuestro naco interior, o exterior?
Un grupo mixto de jóvenes “acomodados” van a San Miguel de fin de semana, rentan una casita, hacen destrozos, gritan alcoholizados en hermosos desfiguros, ningunean a servidores privados y públicos; llega la policía por las quejas vecinales y uno de los chicos les dice “a ellas no se las lleven ¿no ven que son niñas bien?”. El oficial sólo contesta “si fueran niñas bien, no se comportarían así”. Los medios económicos y contactos de su clase consiguen su libertad.
Alguien profesionista con doctorado, que ha viajado y se supone de una educación amplia, se ofende cuando le dicen “señor(a)”, y exige que le digan “doctor(a)”. ¿Se acuerdan, lectores, del chiste? Dos hombres que hablan: “Dígame licenciado.” “Licenciado.” “Gracias, muchas gracias”.
Se acerca uno a la puerta de un bar o centro nocturno para ir a bailar, y lo recibe una persona vestida de traje negro, con camisa negra a punto de dar el botonazo, con corbata roja o rosa mexicano, y le niega la entrada por no tener un perfil como el que esa persona quiere que uno tenga. Su único nicho de poder en este mundo es una puerta, y ahí ejerce mal ese poder, pues lo enmarca en un asunto de clase. Luego de unos instantes un parte diciendo, despechado, “en mucho mejores lugares me han prohibido la entrada”.
Retomando: pude comprobar en el banco quién soy y mi vecino, con toda la documentación, no. Eso sí, nuestras clases no quedaron en duda y tampoco la de quienes nos atendieron. Cuando construimos en nuestra mente las diferencias humanas, ¿por qué nos basamos en lo que comemos, nuestro color, en cómo vestimos, adónde vivimos, en quién nos acompaña o en las palabras que usamos?
Cuando finalmente el ejecutivo anotó en el documento del banco quién soy, no supe si tomarlo a bien o a mal, pues no puso mi nombre, con cara de circunstancia y rehuyendo a encontrar sus ojos con mi mirada, tomó su bolígrafo institucional, con el logotipo del banco, y únicamente escribió: CLASE B.