Por Adriana Méndez
La pandemia me sorprendió en plena remodelación de una casa en el centro de San Miguel de Allende. Todos los días caminaba alrededor de diez cuadras al menos tres veces al día por esta pequeña ciudad de calles empedradas y empinadas para supervisar la obra.
En el trayecto, antes del confinamiento, fluían de manera natural intercambios de sonrisas, comentarios casuales y saludos a vecinos y conocidos de la zona. La noticia del COVID-19, desapareció las caras conocidas. Algunas se escondieron detrás de mascarillas y caretas. Otras se esfumaron. La ciudad se llenó de letreros con recomendaciones preventivas. Se instalaron arcos desinfectantes para entrar al centro, a mercados y oficinas públicas. El miedo al contagio, disfrazado de catrina, empezó a gobernar. Los turistas dejaron de venir. Cerraron hoteles, restaurantes y comercios. Igual que muchas personas, durante meses, dejé de recibir ingresos.
La cita obligada, a las siete de la noche, con López Gatell subrayaba la gravedad de la crisis sanitaria. Solamente durante los terremotos de 1985 y de 2017 he estado tan pegada a la televisión como durante los primeros meses de la pandemia.
Seguí caminando hasta la obra tres veces al día. En la soledad de mi recorrido mi cerebro se debatía entre detener o continuar la obra. ¿Debo parar?, ¿estoy siendo irresponsable?, ¿a qué doctor y hospital acudo si se infecta alguno de mis trabajadores o yo misma? Decidí continuar a pesar de la falta de recursos económicos y de la omnipresencia de la incertidumbre y el miedo. Hablé seriamente con Gabriel y con Fernando, los maestros que hicieron posible la obra, para que concientizaran a sus ayudantes de la gravedad del problema. Negocié pagarles la mitad y el resto cuando la situación se normalizara. Me endeudé con las tarjetas de crédito.
A veces me desviaba hacia la plaza principal donde se encuentra la parroquia. Estaba vacía. Mis sentimientos oscilaban entre una paz inusual y una brutal nostalgia. El Jardín se encontraba en solitud. Presidía la voz del silencio. Atravesarlo fue una experiencia hermosa e irrepetible, casi inconcebible.
Sin embargo, añoraba la vida característica de esta plaza pública colmada de música mexicana, color y globeros rodeados de niños; de bancas de fierro forjado ocupadas por personas de distintas latitudes; de boleros lustrando zapatos y escuchando con atención las conversaciones y chismes de sus clientes. Extrañaba los negocios abiertos: carritos de tacos, de hot dogs, restaurantes, galerías y tiendas. Echaba de menos la convivencia entre lugareños y forasteros en este mágico lugar donde nacionalidades y clases sociales desaparecen.
Me agobiaba pensar en las dificultades por las que atravesaban las personas que perdieron sus empleos y negocios sin agua va. El dinamismo y alegría característicos de esta plaza se esfumaron: los mariachis callaron.
En San Miguel, igual que en el resto del mundo, reinaba el miedo, la incertidumbre y la desesperanza. Conforme corrían las semanas pasaban cosas antes nunca vistas: presencié, en varias ocasiones al escuadrón de personal gubernamental disfrazado de astronauta, desinfectando las calles del centro de la ciudad. Vestían overoles blancos con cachucha, mascarilla, careta, guantes anaranjados y botas negras; una mochila en la espalda con un tanque y un soplete para fumigar.
La forma de morir cobró una dimensión inimaginable y absolutamente triste: la compañía de familiares y amigos fue sustituida por la soledad y frialdad de hospitales repletos y de personal médico agotado y atemorizado. No hubo espacio para partir de este mundo de manera amorosa. Vivimos una suspensión forzada de los rituales de despedida: quedaron pendientes el último adiós, las misas de cuerpo presente, y el contacto físico. El aislamiento y la limitación de la movilidad para acompañar fue una de las consecuencias más crueles de esta enfermedad.
Los efectos de la pandemia fueron contundentes y dolorosos: la pausa obligada del movimiento feminista en México después del éxito rotundo de la marcha del ocho de marzo de 2020; el aumento en la violencia intrafamiliar y hacia los migrantes en tránsito por nuestro país; el incremento en la tasa de suicidios; el alza en el índice de pobreza; el paréntesis del proceso de conciencia ambientalista y la esperanza de los peces de una vida libre de plásticos. La tragedia del deceso de familias enteras contagiadas.
Casi tres años después del primer caso de COVID en China, aquí seguimos. Coexistiendo con este virus que insiste en mutar.
Contenta porque los saludos de beso y abrazo han regresado; con esperanza, por la capacidad de adaptación que tiene nuestra especie; con dolor y tristeza por las innumerables pérdidas; sonriendo y dando gracias por cada nuevo día.
La semana pasada, San Miguel se vistió de amarillo y morado. Hemos podido celebrar las tradiciones nuevamente. A través de nuestros altares hemos recordado a nuestros muertos que siguen y seguirán vivos a través de nosotros. Porque en vida sembraron pedacitos de sí mismos en sus seres queridos, para trascender, para seguir viviendo.
Me siento feliz porque las catrinas revivieron y desfilaron libremente por las calles de este hermoso lugar, pero, sobre todo, porque en el Centro de San Miguel de Allende los mariachis se han vuelto a escuchar.