Por Luis Felipe Rodríguez
La mayoría de los habitantes de San Miguel de Allende, Gto., que han nacido en esta población o la han visitado durante varios años, le dan a la palabra «Los Locos» un significado diferente al que tiene para otras personas. Para los sanmiguelenses, «Los Locos» es un espectáculo familiar que tiene lugar en el mes de junio; es una oportunidad para liberar emociones reprimidas, una forma de escape para aquellos que se sienten marginados, una oportunidad para agradecer al taumaturgo paduano por los favores recibidos y, para muchos jóvenes, una fiesta diurna en la calle con un público cautivo.
Para los turistas nacionales e internacionales, esta celebración se asemeja a un carnaval. Sin embargo, hay grandes diferencias entre ambos. Aunque existen máscaras, disfraces, música, carros alegóricos y comparsas, el motivo original y las fechas son distintos, y el entusiasmo y la alegría no llegan a los extremos carnavalescos.
«Los Locos» es una festividad que combina elementos religiosos y profanos y que permite a los habitantes de San Miguel de Allende olvidarse temporalmente de los problemas cotidianos que los agobian. Durante esta celebración, las barreras sociales se desvanecen y todos se igualan, ocultos tras disfraces extravagantes, teniendo la oportunidad de ser simpáticos y agradables, o simplemente olvidándose de las expectativas sociales impuestas en la vida real.
Para comprender el origen de esta tradición, debemos remontarnos al siglo XVII, cuando San Miguel comenzó a expandirse en sus alrededores. Algunas familias poseían extensas huertas beneficiadas por la abundancia de agua en el oriente de la villa. Los pozos perforados en la periferia de la ciudad, incluyendo el más importante conocido como el «Chorro», fueron agotando gradualmente estos veneros, dejando reminiscencias de aquella época, como los «pocitos» que aún existen en el Atascadero.
En pleno siglo XVIII, San Miguel experimentó un esplendor sin precedentes. «Durante este siglo se construyeron sus magníficos palacios y templos (… si bien la independencia fue el motivo de que su nombre quedara registrado en la historia, también significó su ruina económica» (Fco. De la Maza). La verdad es que la laboriosidad de algunos españoles no estaba a la altura de la gran extensión de sus propiedades y, como relata Gabriel y Galán, «al paso perezoso de las yuntas no ajustaban sus lánguidas cadencias».
La bonanza llegó a San Miguel gracias a la familia De la Canal: «Don Manuel era un hombre emprendedor, trabajador y poseedor de grandes bienes. Nacido en la Ciudad de México en 1701, ocupó un puesto importante en el gobierno. Decidió trasladarse a esta villa poco después de casarse con doña María de Hervás, hija de un rico minero de Guanajuato» (Félix Luna).
En uno de sus escritos, el padre Félix Pérez de Espinosa menciona que los indígenas y sus familias trabajaban en las huertas y, al ser catequizados, conocieron, entre otras cosas, que en España el santo patrono de los hortelanos era San Pascual Bailón, quien se encargaba del jardín, la huerta y la cocina en su convento.
El indígena, como un discípulo adelantado, se identificó de inmediato con el santo, aprendió, adoptó y adaptó sus tradiciones, incluyendo el canto y el baile, cuya base armónica descansaba en el tamborcillo y la chirimía. Para practicar sus bailes, los hortelanos vestían trajes propios de su labor: las mujeres los adornaban con utensilios de cocina, y los hombres llevaban herramientas agrícolas. Se organizaban en «cuadrillas», que eran grupos familiares conformados no solo por matrimonios, sino también por hijos, nueras y yernos.
Se sabe que en el templo de la Tercera Orden se celebraba una misa cada 17 de mayo. En el atrio, que en el pasado era un cementerio, estas cuadrillas bailaban y, al terminar, el fraile se dirigía a las huertas para bendecir los frutos. Después de la bendición, las puertas se abrían para que los vecinos pudieran comer toda la fruta que desearan, pero no se les permitía llevársela a sus hogares.
El gusto por estas danzas fue en aumento y dos de las más destacadas fueron conocidas como «Lo Hortelanos» y «El Torito». A su alrededor, los espectadores se agolpaban, dificultando el desarrollo normal de los bailes. Para proteger a los bailarines, se invitaba a los espectadores a retroceder y ampliar el círculo. Algunos hortelanos mayores se disfrazaban de espantapájaros, personajes muy comunes en las huertas, y con trajes raídos, máscaras de cuero y varas de membrillo y pera, golpeaban suavemente los pies de los espectadores para evitar que se acercaran demasiado a los bailarines. Estos últimos no se inmutaban ante su presencia, pero los niños se refugiaban detrás de los adultos que los acompañaban. A veces, los hortelanos llevaban animales disecados en las manos, como ardillas, tejones, alicantes, etc.
Aunque seguían la coreografía, los hortelanos llevaban a cabo movimientos deliberadamente grotescos en sus funciones, lo que, sumado a su aspecto estrafalario, les valió el apodo de «Loscos». Al grito de «ahí viene el loco», ellos reajustaban el terreno que los espectadores habían invadido en el centro del círculo. Algunos participantes se disfrazaban de mujeres y representaban a la «madre vieja». A este tipo de personaje se le conocía como «marotas».
Durante mucho tiempo, los hortelanos llevaban un atuendo similar al del arlequín: pantalones ajustados en las extremidades, grandes cuellos y colores alegres que se correspondían en el brazo izquierdo y la pierna derecha, y colores opuestos en las otras dos extremidades. Conservaban la máscara, aunque ahora era de madera y más adelante de cartón, representando rostros humanos. También llevaban un morral en el que guardaban peras y que regalaban a su paso.
En la actualidad, desde 1961 en adelante, se comenzaron a utilizar otros trajes que llamaban más la atención, imitando personajes de películas de la época o tiras cómicas. Desde entonces, la creatividad no ha cesado y el desfile actual se ha convertido en un espectáculo multitudinario.