La vida de Ignacio Allende antes de la Independencia

Por Carlos Betancourt Cid

Es usual en la historia mexicana reconocer a Miguel Hidalgo y Costilla como el principal ejecutor del movimiento bélico que se inició en 1810 y que, como consecuencia final, confirió a México su independencia once años después. Mucha sensatez cabe en esta aseveración. Sin embargo, también debe apreciarse, en honor a la verdad, que el cura de Dolores no emprendió la lucha solo, pues además del enorme y dispar contingente que se le unió en esa significativa eventualidad, hubo de compartir el liderazgo con un grupo importante de criollos. Entre ellos destacó como figura de primer orden quien fuera bautizado con el nombre de Ignacio José de Jesús Pedro Regalado, conocido simplemente en los anales patrios como Ignacio Allende, oriundo de San Miguel, entonces el Grande, en el Bajío novohispano, donde nació el 21 de enero de 1769.

Miembro de una de las más distinguidas familias del lugar, figuró durante su juventud como uno de los más arrojados y valientes hijos de la región, evidenciando en cada una de sus acciones, ya fueran militares o civiles, cualidades y agallas inusitadas, lo que le otorgó fama entre sus paisanos. Es por eso que notables sanmiguelenses dedicaron sus esfuerzos narrativos para salvar del olvido las mocedades del más ilustre personaje nacido en esa tierra, quien es calificado en esos escritos, con sobrada lucidez, como “el primer soldado de la nación”, “iniciador de la Independencia de México”, o “el héroe olvidado”, en un arranque reivindicativo que congregó los afanes de sus biógrafos por varias generaciones. De esos relatos se extraen brevemente algunos episodios que rememoran sus afanes antes de la beligerancia por la que entregó la vida.

Muy poco se ha dicho sobre su juventud, e incluso se cuestionan los pormenores relacionados con su educación elemental, aunque se asegura que fue de decorosa calidad, pues los documentos que se conservan de su pluma están elaborados con pulcritud y estilo claros, como corresponde a un hombre con conocimientos y aptitudes. Es saber común incluirlo entre los alumnos del Colegio de San Francisco de Sales, en la misma villa de San Miguel. Igualmente se conoce que, a diferencia de sus hermanos, no pasó a la Ciudad de México para continuar su formación. Era evidente para el joven Allende que su destino no estaba en la contemplación religiosa o en los libros: desde pequeño entendió que al crecer sería un hombre de acción.

Las anécdotas son diversas. De ellas se desprende su predilección por el esfuerzo físico y por demostrar a sus congéneres que el miedo no lo arredraba. Es muy difundida la versión de que no externaba temor alguno ante el peligro y que incluso solía poner en constante riesgo la vida, en muchas ocasiones sólo por diversión. De esos lances resultó no pocas veces lesionado, con cicatrices que lo marcaron físicamente, destacándose especialmente las huellas de una fractura de nariz, ocasionada por haberse enfrentado a un toro en un festejo realizado a campo abierto. No obstante esta referencia, repetida con asiduidad por los interesados en su trayectoria, la mayor parte de los retratos manufacturados posteriormente a su participación en la revolución independentista no denotan ese rastro en sus facciones; por el contrario, y con escasas excepciones, una idealización iconográfica de su persona lo concibe como un protagonista inmaculado, sin olvidar las largas patillas que solían estilarse entre sus contemporáneos.

Como prueba del valor que lo identificaba, permaneció en la memoria de sus vecinos la ocasión en que salvó la vida de un tendero que contaba con mala fama entre la población, de la cual vivía en perenne distanciamiento. Bien conocido era el anciano por su tacañería y avaricia, a pesar de que subsistía gracias a la venta de aquilatados productos, que distribuía a elevados precios. Cierto día, mientras reposaba en la trastienda, se percató de que enormes llamas envolvían su establecimiento. De pronto se encontró atrapado con sus posesiones entre el fuego, que crecía sin control y que le impedía acercarse a la puerta de salida a la calle. Informado Allende del siniestro, se dirigió en auxilio del afectado sin importar sus antecedentes, a quien rescató después de atravesar las flamas, haciendo caso omiso a las advertencias de los demás y sin siquiera pensar en su propia seguridad.

Pero no todas eran situaciones extremas, en las que el peligro era la constante. Se recuerda también que para poner un toque de color en las tertulias que organizaba la alta sociedad sanmiguelense en sus haciendas, donde se daban cita los miembros más prominentes de la población, para amenizar las reuniones y restarles solemnidad y recato, el osado don Ignacio introducía, en los momentos de algidez de los festejos, un becerro vivo. Las escenas eran de desparpajo y confusión; el animal ocasionaba correrías entre los concurrentes, quienes se divertían de una forma original con un acto totalmente inusitado.

Más allá de estas vivencias, que forman parte de la leyenda forjada a su alrededor, los testimonios sobre su carácter aumentan a partir del ingreso a la milicia novohispana. Nombrado teniente por despacho provisional del Regimiento de Dragones de la Reina, el 9 de octubre de 1795, debido a su entrega y vocación, ascendió a capitán en 1809. El borrador de la propuesta para ocupar este cargo, por el cual competía contra su cercano amigo y paisano Juan Aldama, quien lo acompañó en la aventura independentista, muestra la preferencia que se tenía de su persona.

Y precisamente fue en el panorama de sus responsabilidades castrenses donde comenzó a patentizar su descontento ante las desigualdades que pervivían en la Nueva España. Entre otras circunstancias que convocaron al grito por la libertad, se enfatiza que el grupo criollo permanecía relegado de los puestos de gobierno y la desidia de algunos de sus compañeros de armas para remediar esta situación lo exasperaba en demasía. Es relato conocido que en cierto momento de enero de 1808, cuando su destacamento se encontraba en las cercanías de Jalapa para efectuar maniobras y simulacros ante el virrey Iturrigaray, ya no pudo Allende reprimir sus ansias de cambio y dejó pintada en el muro donde pernoctaba la siguiente frase, que refleja el hartazgo que quería transmitir a sus coterráneos: “¡¡¡Independencia, cobardes criollos!!!” Este llamamiento, provocador en extremo, ha sido calificado por sus apologistas como la semilla de la insurrección… y no les falta razón.

Al paso del tiempo, nadie imaginaba aquel amanecer del 16 de septiembre de 1810 lo que tales anhelos de transformación provocarían. En los talleres del Diario de México, rotativo novohispano de cotidiana aparición, mientras los linotipos eran acomodados para la edición de esa jornada, una coincidencia, menor a simple vista, se gestaba involuntariamente. El santoral apuntó en la primera línea del ejemplar, que vio la luz esa mañana, la devoción correspondiente al día anterior: “Los Dolores de nuestra Señora”, y en un poblado que estaba dedicado a esa representación de la Virgen María. Esa madrugada, México nació. Ignacio Allende, primer insurgente del movimiento emancipador, fue parte primordial en ese punzante parto, que todavía hoy alcanza una resonancia magnífica en la memoria de todos los mexicanos.

Fuente autorizada por el autor y el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana.